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julio de 2003  

El marxismo y la cuestión indígena en el Ecuador

 
Mujeres indígenas en la primera fila del levantamiento de enero de 2000.
Las masas trabajadoras e indígenas fueron traicionadas por sus
dirigentes reformistas y burgueses.
Foto: Silvia Izquierdo/AP
La historia de más de una década de “levantamientos” ecuatorianos demuestra que en cada instancia los indígenas actuaron como un sector combativo de una causa que involucraba a los obreros, campesinos y todos los trabajadores del país. En la rebelión de los indios de junio de 1990, por ejemplo, campesinos no indígenas pidieron a la CONAIE (Confederación Nacional de los Indígenas del Ecuador) que enarbole sus demandas. En el levantamiento indígena de enero de 2000, el detonante fue la dolarización de la economía, medida que afectó a todos. Con no menos rigurosa regularidad, los dirigentes indígenas han apuñalado estas luchas en aras de una nefasta “alianza” con algún sector de los “poderosos”, que se viste en verde olivo o con traje y corbata. La actuación del coronel Lucio Gutiérrez no debía sorprender; al igual que el general Mendoza, como representante del instituto armado de la burguesía, acató las órdenes de sus superiores en Washington y Wall Street. Las acciones de un Miguel Lluco o una Nina Pacari de Pachakutik (el brazo políticos de la CONAIE) también eran previsibles, por ser ellos representantes políticos no de las masas indígenas en cuyo nombre hablan sino de una capa acomodada que anhela servir de caciques para los amos del imperio. 

Hasta algunos sectores de la izquierda han elaborado un mito en torno a Pachakutik y la CONAIE, pintándolos como una suerte de zapatistas a lo sudamericano. Así la Fracción Trotskista (FT, corriente liderada por el Partido de Trabajadores por el Socialismo argentino) equipara la “emergencia del movimiento indígena” en el Ecuador con la “irrupción de los campesinos indígenas zapatistas de Chiapas, el movimiento democrático hegemonizado por los indígenas en Guatemala, la lucha de los Mapuches que habitan el sur de Chile contra el gobierno y las multinacionales, las movilizaciones de los campesinos indígenas en Bolivia”. Sólo agrega, como hoja de parra de supuesta ortodoxia marxista, la salvedad, “más allá de las limitaciones que expresan sus direcciones políticas”. Vitorear el movimiento indígena es el último grito de la moda para los “antiglobalizadores” pequeñoburgueses y los antimarxistas “posmodernos”. Se entusiasman por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional del subcomandante Marcos precisamente porque dice que no lucha por el poder. Con su verborrea de una “democracia participativa” (¡para aprobar recortes en los programas sociales!), buscan una componenda con el estado capitalista. Para estos falsos izquierdistas es su manera de propagar la mentira imperialista de la “muerte del comunismo” tras la destrucción contrarrevolucionaria de la Unión Soviética.

Pero Pachakutik dista mucho de ser siquiera un EZLN Sur. En términos mexicanos, por los intereses económicos que defiende, estaría más próximo al movimiento de pequeños agricultores capitalistas “El Barzón”, y su versión “etnicista” de la cuestión indígena refleja la misma óptica de clase. No son los “ponchos rojos” que tanto temían los generales y terratenientes ecuatorianos en la rebelión del 90; estos burócratas y burgueses indígenas serían más bien unos “ponchos dorados”, que con su discurso “plurinacional” buscan negociar su entrada en la clase dominante. Siguen el paso del Movimiento Revolucionario Tupaj Katari de Liberación (MRTK-L) en Bolivia, un partido parlamentario que nada tiene de revolucionario y que durante más de una década se ha aliado con los gobiernos de turno, primero el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) burgués, seguido por los gobiernos militares, y ahora de nuevo con el MNR. Ahora los políticos burgueses de Pachakutik señalan la vía a los guerrilleros zapatistas en su evolución hacia una participación plena en el juego político burgués. En algunos puntos, como los referentes a una modificación constitucional, sus demandas representan una generalización del “programa mínimo” (y ahora máximo) del EZ mexicano, los “Acuerdos de San Andrés Larráinzar” de 1996. En todos estos casos, los dirigentes indígenas arribistas se oponen a los intereses revolucionarios de las empobrecidas masas indígenas.

Desde tiempos de la colonia española, los indígenas han actuado como avanzada de la resistencia contra los amos imperiales. La sublevación de Otavalo de 1777, de los indios Kayambis, buena parte de cuyos dirigentes eran mujeres, se opuso a la intensificación del tributo colonial y exigió una reforma de las haciendas administradas como bienes de la corona. Precedió a la rebelión de Tupac Amaru en el Perú en 1779, la revuelta de Tupac Katari en el Alto Perú (Bolivia) en 1780 y la insurrección de los Comuneros en Nueva Granada (Colombia) en 1781. En 1784, los indios del pueblo de Calpi, cerca de Riobamba, se sublevaron contra la mita (trabajo forzado), impidiendo el envío de 12 mitayos a una mina de plata. Estos alzamientos, precursores de la lucha por la independencia por parte de las élites criollas, constituyeron una amenaza mortal tanto al imperio colonial como a los gamonales (hacendados) que luego dominarían las repúblicas burguesas. En la época republicana, el levantamiento indígena de 1871 en la provincia de Chimborazo, liderado por Fernando Daquilema, se opuso a los diezmos, los tributos, las mitas y los azotes, por lo que Daquilema fue fusilado por la dictadura de García Moreno.

El dirigente indígena Jesús Gualavisí (izquierda), fundador del sindicato campesino de Cayambe y del Partido Comunista, junto con dos otros dirigentes comunistas, Dolores Cuacuango y Amadeo Alba.  Foto: Editorial Claridad/Avya Yala-Nativeweb

En las primeras décadas del siglo XX, los indígenas también jugaron un papel de vanguardia en las luchas de los trabajadores ecuatorianos. En el congreso de fundación (mayo de 1926) del Partido Socialista Ecuatoriano (que en 1931 se convirtió en Partido Comunista), el dirigente indígena Jesús Gualavisí del cantón de Cayambe participó como delegado del Sindicato de Trabajadores Campesinos de Juan Montalvo. El sindicato luchaba en defensa de las tierras de la comuna y en contra de los abusos y trabajos no pagados impuestos por los hacendados. En febrero de 1926, campesinos sin armas fueron agredidos por 70 soldados del ejército con ametralladoras; en noviembre se reportó una “agresión” campesina contra la policía local a gritos de “¡Viva el socialismo!” En 1930-1931, hubo una huelga campesina en Cayambe exigiendo la semana laboral de 40 horas, devolución de las tierras robadas por los terratenientes, el fin de los abusivos diezmos y primicias impuestos por la Iglesia, pago por el trabajo de las mujeres y el fin de las prácticas de huasicama (servicio personal en la casona de la hacienda). La respuesta del gobierno fue enviar 150 soldados con sabuesos para cazar a los campesinos indígenas rebeldes. No obstante, a principios de enero del 31 se llegó a un acuerdo favorable para los huelguistas. Cuando estos citaron a un Primer Congreso de Organizaciones Campesinas para febrero, sin embargo, la reunión fue ilegalizada y los dirigentes socialistas encarcelados.

La Iglesia y la orientación “etnicista” movimiento indígena

En tiempos más recientes, la dirección del movimiento indígena ha quedado en manos de elementos antimarxistas. Un investigador norteamericano, Chad Black, señala en su monografía, “The Making of an Indigenous Movement” (mayo de 1999), que, “La organización indígena regional comenzó en los años 70 como reacción en contra de las direcciones marxistas, mestizas e integracionistas, una reacción conservadora frente a las organizaciones de la izquierda tradicional, y las crecientes presiones sobre las comunidades indígenas en consecuencia de la inserción más destacada del Ecuador en la economía mundial capitalista”. Black reitera una y otra vez que la “política de la identidad” de los nuevos movimientos se distingue del marxismo y la retórica de clase de sus antecesores. El papel de la iglesia ha sido primordial en esto, siempre anticomunista pero no siempre con igual contenido político. Después de la “reforma agraria” de 1964, los militares prefirieron tratar con la Federación Nacional de Organizaciones Campesinas (FENOC, hoy FENOCIN), en lugar de la FEI de filiación comunista. La FENOC tuvo su origen en una corriente bajo el tutelaje de intelectuales católicos ligados al Partido Conservador; a finales de los años 60, reflejando las recientes encíclicas papales, pasó a control de la democracia cristiana; y a mediados de los 70, bajo influencia de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (CELAM) de 1968 y la Teología de la Liberación, se proclamó socialista.


Congreso de Ecuarunari, la organización de los pueblos indígenas Kichwas del Ecuador, el 17 de junio de 2003. Los Kichwas son una nacionalidad oprimida cuya liberación será obra de la revolución socialista de todos los trabajadores y oprimidos. (Foto: Centro de Medios Independientes/Ecuador)

En el oriente, se estableció la Federación de Centros Shuar, orquestrada por misioneros salesianos con el apoyo del Ministerio de Bienestar Social, con una perspectiva de oposición a la hegemonía estatal, protección del territorio y la cultura indígena, y educación bilingüe. Organizaciones parecidas fueron fundadas entre los demás pueblos de la Amazonía (Kichwa, Siona, Cofán, Huaorani) pero pronto se enfrentaron con la penetración masiva de las corporaciones petroleras, el ejército, los misioneros protestantes derechistas y el Instituto Lingüístico de Verano (ILV), vehículo para la intromisión de las agencias de inteligencia estadounidenses en la región. Entre los Kichwas de la sierra, la fundación de Ecuarunari en 1972 fue acompañada por una fuerte lucha ideológica en la cual, bajo el impulso de la iglesia, prevalecieron los partidarios de una organización “puramente indígena” (es decir, no de clase). Ecuarunari fue declarada una organización eclesiástica, con un cura encargado de orientarla. A finales de los 70, hubo un vuelco hacia un temario más cultural. Fue bajo la dominación de Ecuarunari que se fundó en 1986 la CONAIE como máxima organización indígena del país. Sus reivindicaciones incluyeron la participación en la administración pública, creación de un banco indígena, oficialización de las lenguas indígenas y la educación bilingüe, preservación de la medicina tradicional, y una obligatoria referencia a la devolución de la tierra a las comunidades indígenas. Estas reivindicaciones distan mucho de ser radicales, y mucho menos revolucionarias.

Sin embargo, la fundación de la CONAIE marcó un hito en la creciente combatividad de los indígenas, en respuesta a la brutal represión del gobierno conservador de Febres Cordero y los terratenientes. Hubo en los años 80 varios casos de guardias patronales que quemaron casas, torturaron y mataron a dirigentes indígenas. La resistencia culminó con el levantamiento indígena de junio de 1990, cuando unos 200 activistas ocuparon la catedral quiteña de Santo Domingo, símbolo de Fray Bartolomé de las Casas, el dominico protector de indios. En cuestión de pocos días, indígenas en todo el país adhirieron al levantamiento. La sierra fue paralizada por los bloqueos de la Panamericana. En la provincia de Chimborazo se tomaron como rehenes a 30 policías y soldados. Los mandos militares denunciaron un complot comunista; helicópteros artillados tiraron sobre las multitudes, y un dirigente indígena murió en un enfrentamiento con el ejército. Por doquier se tomaron tierras de las haciendas. El levantamiento causó mucho revuelo, y refutó en forma dramática el imagen racista del “indio dócil y sumiso”. Pero sus demandas eran bien modestas, y los líderes indígenas (encabezados por Luis Macas, el ahora ministro de agricultura) lo disolvieron después de sólo diez días, desocupando la iglesia y desmontando los bloqueos de carreteras. En las pláticas bajo la égida del arzobispo de Quito, la CONAIE presentó un listado de 16 puntos, que lejos de dirigirse contra el estado capitalista más bien buscó integrarse en él.

Entre los 16 puntos figuraron la declaración del Ecuador como un “estado plurinacional”; la reorganización del IERAC (la agencia de reforma agraria) para solucionar problemas de agua y tierra; condonación de deudas con los bancos estatales de fomento; no pago del impuesto rústico; libre importación y exportación comercial y artesanal para la CONAIE; control de sitios arqueológicos por la CONAIE; eliminación de organismos paralelos que compiten con la CONAIE; entrega de fondos presupuestarios a las nacionalidades indígenas; entrega de recursos permanentes para la educación bilingüe, y así en adelante. Como se ve, este pliego petitorio no es el agenda de unos insurrectos comunistas o siquiera de una rebelión campesina. Aunque bajo presión campesina la CONAIE presentó 72 conflictos de tierras, se trató de disputas específicas en el marco de la reforma agraria oficial. No exigieron la abolición del latifundio y la expropiación de las haciendas; buscaron más bien mejorar su posición en las negociaciones con el IERAC. Sus reivindicaciones económicas eran las de pequeños y medianos propietarios, capitalistas agrarios, que buscan empréstitos con intereses módicos, menos impuestos, liberación de aranceles, etc. Pidieron fondos, reconocimiento oficial y una cuota de puestos burocráticos. Y lo más significativo: a pesar de una oleada de represión inicial, gran parte de estas exigencias fueron concedidas en el lapso de varios años.

Mientras el gobierno de Borja hizo algunas concesiones a los indígenas, su sucesor como presidente, Sixto Durán adoptó una actitud de extrema hostilidad. En junio del 93, cuando unos dos mil campesinos e indígenas marcharon al Congreso Nacional para oponerse a la nueva ley de “reforma agraria” que favoreció descaradamente a la agroindustria, fueron recibidos por la policía con gas lacrimógeno y palizas. Nuevamente hubo una oleada de casas quemadas, animales robados, indígenas obligados a abandonar sus tierras, y miembros de las asociaciones torturados y matados. En el espacio de dos años, hubo al menos 14 muertos por la violencia de los terratenientes, junto con violaciones de mujeres por los guardias “de seguridad”. Ante este baño de sangre, era urgente organizar la autodefensa indígena, campesina y obrera contra los matones patronales. La respuesta de los reformistas y los dirigentes del recién nacido partido indígena, Pachakutik, fue de buscar candidatos para las próximas elecciones presidenciales y de lanzar una campaña por ... enmendar la constitución para ser más incluyente de los indígenas. El fracaso previsible de estos pasos llevó a nuevos levantamientos, en el 97 contra Bucaram y en enero del 2000 contra Mahuad, pero ningún cambio en la política gubernamental.

Mariátegui, los comunistas y los indígenas

Desde sus inicios, los partidos comunistas de América Latina buscaron orientarse en torno a la cuestión indígena, íntimamente ligada con las luchas campesinas. Sin embargo, no llegaron a concretar una política coherente sobre ella. Cabe precisar a este respecto, que debido al hecho de que la Internacional Comunista apenas comenzó un trabajo sistemático en el hemisferio a mediados de los años 20, casi todos los PC latinoamericanos nacieron bajo el signo del estalinismo, con su dogma nacionalista-conservador de construir el “socialismo en un solo país”. Esta negación del programa de la IC bajo Lenin y Trotsky, que enarboló la revolución socialista internacional, tuvo como corolario el esquema oportunista de una “revolución por etapas”. Según esta receta, los campesinos serían llamados a jugar un papel protagónico ... en una “revolución” democrático-burguesa (es decir, capitalista) contra un supuesto régimen feudal o semifeudal: según la “Resolución sobre la cuestión campesina en Latino-America”, se “imprime un contenido agrario predominante a la revolución democrático-burguesa” (Correspondencia Sudamericana, agosto de 1929). Más tarde, cuando la IC pasa del centrismo al reformismo abierto a mediados de los años 30, plantean la lucha por una reforma agraria en un marco capitalista, en lugar de luchar por una revolución agraria como parte de la revolución socialista.

En la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana de junio de 1929, hubo una extensa discusión del “problema de las razas en América Latina”, que trató de la cuestión indígena y del negro. Pero no hubo concordancia sobre una resolución, y el proyecto de tesis que fue publicado después tuvo dos secciones resolutivas encontradas, que diferían sobre si se debía siquiera mencionar “la lucha de los indios por la reivindicación de su nacionalidad oprimida” (Correspondencia Sudamericana, agosto de 1929). El autor del informe a la conferencia de los PC latinoamericanos fue el intelectual peruano José Carlos Mariátegui, el más importante teórico latinoamericano de la IC, quien murió al año siguiente. En el informe hizo una fuerte denuncia de la opresión del indígena, haciendo notar que: “La explotación de los indígenas en la América Latina trata también de justificarse con el pretexto de que sirve a la redención cultural y moral de las razas oprimidas.” Señaló que en la Conquista, los invasores “rápidamente procedieron a encadenar las conciencias, al mismo tiempo que esclavizaban los cuerpos. Esto facilitaba enormemente el sometimiento económico, objeto primordial de los súbditos católicos”.

Mariátegui insistió con razón que, “Es imprescindible dar al movimiento del proletariado indígena o negro, agrícola e industrial, un carácter neto de lucha de clases.” Sin embargo, él minimizó sistemáticamente la discriminación racista contra los negros, al punto de afirmar: “De la constatación de su rol económico y de sus condiciones sociales, se desprende el hecho de que en la América Latina, en general, el problema negro no asume un acentuado aspecto racial.” Y sostuvo erróneamente que, “el aspecto puramente racial del problema, por lo que a ambas razas se refiere, se encuentra también fuertemente disminuido por la proporción importante del mestizaje” (Secretariado Sudamericano de la Internacional Comunista, El movimiento revolucionario latino americano [1929]).

Los incipientes partidos comunistas latinoamericanos de la época estuvieron metidos en una lucha encarnizada contra la corriente nacionalista pequeñoburguesa de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). El caudillo aprista Víctor Raúl Haya de la Torre utilizó un lenguaje seudomarxista para vender su demagogia de una revolución “indoamericana”. En su afán de atacar al indígeno-nacionalismo del APRA, el informe a la conferencia del 29 sostuvo:
“El  problema indígena, en la mayoría de los casos, se identifica con el problema de la tierra. La ignorancia, el atraso y la miseria de los indígenas no son sino la consecuencia de su servidumbre. El latifundio feudal mantiene la explotación y la dominación absolutas de las masas indígenas por la clase propietaria. La lucha de los indios contra los gamonales ha estribado invariablemente en la defensa de sus tierras contra la absorción y el despojo. Existe, por tanto, una instintiva y profunda reivindicación indígena: la reivindicación de la tierra.”
En su libro famoso, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), Mariátegui insiste en que “La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de  propiedad de la tierra.” Esto es correcto, y constituye el punto de partida para un análisis marxista. Pero Mariátegui va más lejos al rechazar categóricamente “la suposición de que el problema indígena es un problema étnico”. Resume el aporte del marxismo en la frase: “El nuevo planteamiento consiste en buscar el problema indígena en el problema de la tierra.” Al reducir la cuestión indígena a la de la tierra, la hace equivalente a la cuestión campesina y le quita su particularidad.

En otro texto, un prólogo al libro de Luis Valcárcel, Tempestad en los Andes, Mariátegui se pone lírico, afirmando que “Es el mito, es la idea de la revolución socialista” el que “levanta el alma del indio”. Hasta sostiene que “el pueblo incáico...construyó el más desarrollado sistema comunista”, basando esta opinión en la comunidad campesina, el ayllu. Pero estas comunidades no eran creación del inca, sino una supervivencia del antiguo modo de producción tribal que predominaba entre los pueblos conquistados por los incas. Y aunque esta comunidad, que no conoció la propiedad privada de la tierra sino la distribución de parcelas en usufructo, podría haber servido como puente a la socialización de la agricultura, como Marx preconizó respecto a la aldea campesina rusa, el mir, la persistencia del ayllu se explica en parte por el hecho de que también le sirvió al Tawantinsuyo (el imperio incásico), a la colonia española y a los latifundistas republicanas como medio para extraer el tributo de sus súbditos indígenas.

Durante muchos años, Mariátegui no era del agrado de los popes estalinistas en Moscú, por considerarlo populista. Pero ellos también, desde una óptica reformista, identificaban el indígena plena y llanamente con el campesino tal cual. Resumieron su programa para el campo en la lucha por una reforma agraria. Así fue el caso de la Federación Ecuatoriana del Indio, formalmente fundada en 1944 mientras el PCE entregó el poder al gobierno frentepopulista de José María Velasco Ibarra. Combinaron estas demandas “democráticas” con una política “indígenista” que buscaba asimilar a los indios a la sociedad burguesa blanco-mestiza, manteniendo a lo máximo un barniz cultural folclórico. Este fue el propósito del I Congreso Indigenista Interamericano convocado por el presidente mexicano Lázaro Cárdenas en 1940 y celebrado en el pueblo indígena de Pátzcuaro, Michoacán. Pero no sólo los estalinistas con sus frentes populares redujeron la cuestión indígena a la tenencia de la tierra. En un artículo titulado “La lucha de clases y el problema indígena”, publicado en la revista Clave N° 2 (noviembre de 1938), Diego Rivera, poco antes de su ruptura con la IV Internacional de Trotsky, resumió: “Los indios, siendo la parte más atrasada de la población, sufren más. En este terreno, la solución de la cuestión llamada indígena, significa la lucha por la revolución agraria.” En este caso, sí plantea la necesidad de una revolución obrera, pero hace caso omiso de reivindicaciones específicas respecto a la opresión de los indígenas.

La revolución obrera en todo Ecuador tendrá un carácter indígena

La cuestión indígena en América Latina es un caso de opresión especial (como lo son también las de los negros y de la mujer), en este caso referente a los descendientes de los pueblos autóctonos que poblaron el continente americano antes de la llegada de los colonizadores europeos. Después de la independencia, los amos de las repúblicas burguesas mantuvieron a la población colonizada en su condición servil, tanto en las grandes haciendas como en las comunas indias denominadas “libres”. La gran masa indígena sufrió y sigue sufriendo a la vez una opresión de carácter étnico-racial y una feroz explotación económica como campesinos. Después de la abolición formal de la servidumbre (en el caso ecuatoriano, bien recientemente), sigue siendo una población sojuzgada. Esta opresión está arraigada en el modo de producción capitalista, y no puede ser eliminada sin una revolución socialista que derroque a la clase dominante burguesa. Pero no se limita la explotación económica: abarca diferentes formas de subyugación, desde prohibiciones lingüísticas, la negación de derechos democráticos, la discriminación social sistemática, etc. No tiene las mismas características exactas de un país a otro: la situación del Ecuador, donde la población indígena es calculada entre el 35 y el 40 por ciento de la población total, y de México, donde constituye un 10 por ciento del total, no es lo mismo. Aún dentro de un país no es idéntica: la situación de los indios amazónicos del Ecuador difiere en aspectos importantes de la de los indígenas serranos.

Muchos analistas burgueses hablan de los indígenas como si se tratara de un caso típico de una nación oprimida, o una colonia. Es la tesis de Rodolfo Stavenhagen, que considera a los indígenas una “colonia interna”. Los seudotrotskistas de la Fracción Trotskista (FT/PTS), también hablan de la cuestión indígena en el Ecuador como “el problema de la tierra y la opresión nacional”, o más escuetamente “la cuestión nacional indígena”. Del hecho de que la CONAIE exige un “estado plurinacional”, la FT deduce “que el movimiento [de] indígenas forma un conglomerado de nacionalidades oprimidas”. Siguiendo esta pauta llama por el “derecho a la autodeterminación de los pueblos-naciones indígenas”. ¿Qué significa en este caso la demanda de autodeterminación? Polemizando contra Rosa Luxemburg, quien preguntaba con ironía qué podría significar este término, Lenin señaló en su panfleto “El derecho de las naciones a la autodeterminación” (1914) que “por autodeterminación de las naciones se entiende su separación estatal de las colectividades de otra nación, se entiende la formación de un Estado nacional independiente”. ¿Será entonces que la FT llama por la independencia de naciones indígenas en el Ecuador? No lo dicen directamente, pero es la lógica de su planteamiento. Con este enfoque preconiza una lucha separada, si no es directamente separatista, de los indígenas ecuatorianos (y de los afroecuatorianos).

Hoy en día, muchos académicos burgueses (y algunos seudomarxistas como Michael Löwy y Eric Hobsbawm) han adoptado una definición enteramente idealista de la nación, como una “comunidad imaginada de hombres y mujeres” o términos equivalentes. Así sólo dependería de la conciencia de sí mismos que tienen los integrantes de la nación. El criterio marxista, en cambio, se basa en el análisis materialista. Según los bolcheviques, una nación consiste en una comunidad estable e históricamente formada sobre la base de una comunidad de lengua, territorio, economía y cultura. El estado-nación es una característica del modo de producción capitalista, y es el marco predilecto del dominio de las burguesías nacionales. En el caso de los pueblos indios de la Amazonía ecuatoriana, los Shuar y Huaorani, y de tribus aun menos numerosas como los Cofán y Secoya, son pueblos claramente prenacionales, donde todavía prevalece el modo de producción tribal (a pesar de substanciales intrusiones de la economía capitalista, sobre todo con la llegada de los petroleros, los madereros y los soldados). Los pueblos de habla quichua de la sierra, en cambio, revisten algunas características de una nación (lengua y cultura común), pero por su ubicación territorial, esparcida en comunidades en toda la zona céntrica del país, y su creciente participación en la economía nacional de Ecuador, no constituyen una nación sino más exactamente una nacionalidad oprimida.

En realidad, dentro de una nacionalidad Kichwa hay múltiples pueblos de habla quichua, lo que refleja el hecho de que los varios señoríos indígenas de la zona quiteña sólo fueron parcialmente conquistados por el Tawantinsuyo, y esto pocos años antes de la conquista española. Esto explica en parte la multiplicidad de las organizaciones indígenas de la sierra. Más importante son los aspectos territoriales y económicos. En los primeros decenios del siglo XX, se podría haber desprendido eventualmente una nación quichua en la zona andina del Perú, donde predominaban las haciendas semifeudales y comunidades indígenas que producían principalmente por el autoconsumo, y que estuvo bastante aislada de la zona costeña, de predominancia blanca y mestiza. Pero ¿cómo sería la autodeterminación de una nación Kichwa en el Ecuador hoy día cuando los indígenas constituyen la mayoría de la población de la sierra y la abrumadora mayoría de los campos y pequeñas ciudades ahí, y abastecen las áreas urbanas con su producción agrícola que es principalmente dirigida al mercado? Sería una “nación” de toda la sierra, y su “independencia” sería en realidad la separación de las zonas costeñas. En efecto, ¡sería la realización del sueño reaccionario de los más retrógrados banqueros y comerciantes de Guayaquil!

En el caso de Rusia, que mantuvo bajo su férula a un centenar de pueblos, nacionalidades y naciones oprimidas, los bolcheviques dirigidos por Lenin y Trotsky se esforzaron por buscar formas flexibles para realizar su promesa de liberar a todos los presos de la cárcel de naciones y de pueblos oprimidos que fue el imperio zarista. En el caso de las naciones grandes (y algunas pequeñas) de la zona occidental se reconoció el derecho de la autodeterminación – es decir, de la independencia – aún bajo dominación burguesa. Finlandia, Polonia y los estados bálticos se separaron bajo dominación burguesa, la Ucrania y Bielorrusia quedaron dentro de la federación, como repúblicas de lo que luego pasó a ser la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Posteriormente (y tras una lucha con el chovinista gran ruso de origen georgiano, Stalin), las naciones del Cáucaso y las nacionalidades musulmanas de Asia Central también formaron repúblicas de la URSS. Para las nacionalidades menos desarrolladas (como los tartares, los kalmyk, los daghestanos, los mongoles-buryat), se crearon “republicas soviéticas asociadas” que gozaron de autonomía territorial dentro de las repúblicas de la unión. Para pueblos prenacionales hubo rayones (distritos) y hasta cantones autónomos. Esto permitió al principio un considerable florecimiento cultural, aunque finalmente fue sofocado por el peso aplastante de la burocracia estalinista.

En un país como Ecuador, donde la servidumbre en la forma del huasipungo y de la huasicama fue formalmente abolida sólo en 1964, hay pueblos prenacionales en diferentes niveles de desarrollo. Pero lo fundamental, es que la liberación de los indígenas ecuatorianos no es una cuestión de formar otro estado independiente, sino que tiene que ser la obra de los obreros, campesinos e indígenas, de los explotados y oprimidos de todo el país. Una revolución obrera tendría un carácter marcadamente indígena en todas las zonas, en el litoral pacífico no menos que en le sierra andina. Una separación regional de elementos reaccionarios guayaquileños tendría que ser aplastada como la Revolución Francesa aplastó a la rebelión monárquica de la Vendée. Bajo dominación burguesa, todo esquema de autonomía para los pueblos indígenas será un fraude, una burla. Pero dentro del marco de un gobierno obrero, campesino e indígena del Ecuador, o sea, bajo la dictadura del proletariado, parte de una federación andina de repúblicas obreras, sería posible una gran variedad de formas autonómicas para reflejar la rica variedad de los pueblos. Para los pueblos de la zona amazónica, la autonomía no se limitaría a los rincones a los cuales han sido forzados a refugiarse de las incursiones capitalistas. Y eliminada la contienda nacionalista Perú-Ecuador, que sólo sirve los intereses de los imperialistas y sus socios menores, será posible unir los pueblos indígenas divididos por esta frontera artificial y hasta invisible.

La lucha por un partido leninista-trotskista,
y el gobierno obrero, campesino e indígena


En su famoso libro, ¿Qué hacer?, el dirigente bolchevique Vladimir Lenin, subrayó la necesidad para el partido obrero revolucionario de actuar como un “tribuno popular”, es decir, el abanderado de todos los oprimidos en su lucha contra el capitalismo. El revolucionario profesional no busca ser “el secretario tradeunionista [sindical], sino el tribuno popular que sabe reaccionar ante toda manifestación de arbitrariedad, de opresión, dondequiera que se produzca y cualquiera que sea el sector o la clase social a que afecte; que sabe sintetizar todas estas manifestaciones en un cuadro único de la brutalidad policíaca y de la explotación capitalista; que sabe aprovechar el hecho más pequeño para exponer ante todos sus convicciones socialistas y sus reivindicaciones democráticas, para explicar a todos y cada uno la importancia histórica universal de la lucha emancipadora del proletariado”. Este aspecto, de colocar el proletariado a la cabeza de las luchas de las capas oprimidas, es una característica básica que distingue un partido leninista-trotskista de los partidos reformistas, de corte socialdemócrata o estalinista, que limitan su acción a los límites permitidos por el capitalismo. En lugar de ser partidos de gobierno, como los PC y PS, que forman alianzas, coaliciones y toda suerte de bloques podridos con sectores burgueses, los bolcheviques buscamos forjar el partido de la oposición intransigente.

Contingente del Movimiento Revolucionario de los Trabajadores, en marcha del 1° de mayo de 1978. El MRT tuvo fuerte influencia en el FENOC cuando ésta se proclamó “socialista” en los años 70.
(Foto: Editorial El Conejo)


En el caso ecuatoriano, por muy dolida que se da con su experiencia de ser “limones comprimidos” por Lucio Gutiérrez, la izquierda tradicional sigue irremediablemente en los cauces frentepopulistas. Anhelan ser, precisamente, secretarios sindicales reformistas, y por lo tanto no ofrecen, ni pueden ofrecer, un programa revolucionaria para la liberación de los indígenas, los negros y todos los trabajadores. Ahora diversas organizaciones de la izquierda ecuatoriana, reunidas en un Congreso de los Pueblos en Quito, han formado un “Comando del Pueblo”, aprobando una “Estrategia Unificada para derrotar al neoliberalismo”, y llamando a movilizaciones contra el gobierno para el 21 de agosto (CMI, 12 de julio). Los reducidos círculos que se identifican (erróneamente) con el trotskismo no ofrecen una alternativa revolucionaria. La Corriente Democracia Socialista (afiliada con el Secretarido Unificado, del difunto Ernest Mandel), se distingue por su programa abiertamente socialdemócrata (busca “la extensión de la democracia de los sectores populares”) que presenta “retos para el nuevo gobierno” del ex coronel Gutiérrez (International Viewpoint, febrero de 2003). En lugar de poner “retos” al gobierno burgués, embellecer la democracia burguesa, “refundar” la república burguesa o luchar contra “neoliberalismo”, los revolucionarios auténticos enarbolan un programa de lucha contra el régimen y los partidos que colaboren con él, contra el capitalismo y por la revolución socialista.

En el Ecuador, como hemos indicado, la cuestión de la tierra es una de las cuestiones primordiales para dar una solución revolucionaria a la opresión de los pueblos indígenas, sobre todo para los agricultores de la sierra. Hay que luchar por una revolución agraria, en la que los campesinos, indígenas y no indígenas, se apoderan de las grandes haciendas y granjas en lugar de hacer peticiones a una agencia gubernamental de reforma agraria. Pero, como han subrayado Marx, Engels, Lenin y Trotsky, los campesinos – una capa intermedia que carece de la cohesión y solidez de interés de una clase – no puede dirigir la revolución. Realizar esta meta sólo será posible en el contexto de una revolución obrera que expropiaría las haciendas capitalistas (como las fincas lecheras de la sierra), y no solamente unos pastos “semifeudales” como pretenden los estalinistas. El proletariado revolucionario no busca “modernizar” a la agricultura burguesa sino tumbar a la clase dominante que durante siglos ha oprimido a los indios. En las fincas y granjas que cuentan con maquinaria moderna, será posible la colectivización voluntaria de la producción. En otros casos, el reparto de toda la tierra entre los que la trabajan (y no solamente de los terrenos no productivos en el monte, como hasta ahora) será la norma. La nacionalización de la tierra hará posible prácticas indígenas tradicionales como el reparto anual por la comuna y el trabajo voluntario de las mingas, que podrían preparar el paso a una agricultura socializada, de alto nivel tecnológico, que sentaría las bases para eliminar la miseria secular del campo.

La autonomía para los pueblos indígenas que lo deseen daría la posibilidad de un desarrollo harmonioso de los indios amazónicos hacia el socialismo sin el temor constante de ser expulsados de sus tierras, como es el caso hoy. Este temor ha originado conflictos hasta con otros grupos indígenas, como la matanza reciente de indios Tagaeri por los Huaorani, aparentemente armados por empresas madereras. Habría que proporcionar la ayuda económica necesaria para elevar el nivel económico acorde con los deseos de estos pueblos, y no en función de los intereses de las empresas petroleras. Es posible también que formas de autonomía regional serían factibles en la sierra. En cuanto a demandas por la introducción del derecho consuetudinario, los marxistas insistimos en la necesidad de una justicia conforme con la defensa de todos los oprimidos. En nombre de la justicia tradicional han habido hasta linchamientos de ladrones, o en un caso reciente se desnudó a una mujer y la sujetó al azote por vender falsos boletos de lotería, castigos que no serían permitidos por un gobierno revolucionario, ni serían exigidos por los pobladores una vez que la justicia no sea una institución ajena sino una acción colectiva de ellos mismos según las normas revolucionarias.

Hasta los años 80, los derechos democráticos de las población indígena del Ecuador eran negados mediante una serie de mecanismos, desde el peonaje del huasipungo hasta la prohibición del voto de los analfabetos (en castellano). Aunque se ha introducido un programa nacional de educación bilingüe, la calidad de las escuelas en las zonas indígenas es netamente inferior, y el pago de los maestros escandaloso. Así los revolucionarios (en particular entre los maestros) deben luchar por una educación fiscal primaria y secundaria multilingüe de alta calidad, accesible a todos, por la nacionalización de las universidades, y por la matriculación libre para la educación superior, sin costo ni exclusividad, con estipendios para proveer el sustento de estudiantes de ingresos bajos o inexistentes. En estas y otras esferas, persiste hoy una discriminación sistemática contra los indígenas. Se han reportado casos de escuelas que exigen cortar los pelos largos tradicionales y prohíben vestimenta indígena; hay pueblos que impiden la entrada de indígenas, y plazas públicas que dificultan el acceso a los negros. Son rutinarios los anuncios de empleo que exigen una “buena presencia”, lo que es entendido por todo el mundo como una forma de excluir a los indígenas o los negros. Hay que combatir toda discriminación, como por ejemplo en contra de los homosexuales, a sabiendas de que el racismo, el sexismo y la homofobia sólo desaparecerán con la destrucción del sistema capitalista que los engendra.

En esta lucha es imprescindible forjar la unidad revolucionaria entre los aproximadamente 3.500.000 indígenas del Ecuador y los 500.000 afroecuatorianos que viven en la costa, en el Valle del Chota y con una creciente presencia en la capital. Indígenas y negros son objetos preferidos de la represión de la policía y el ejército; también padecen tasas de desempleo mucho más altas que los mestizos y blancos. Pero la unidad de estos sectores oprimidos hasta ahora existe más que todo en los pronunciamientos formales y huecos. De hecho, algunas de las peores agresiones que han sufrido comunidades campesinas negras de Esermaldas, fueron de parte de campesinos indígenas que disputaban las mismas tierras. Es preciso destacar la historia de resistencia de la población negra del país, descendiente en gran medida de cimarrones (esclavos fugados y sublevados) que vivían en los palenques (pueblos fortificados). El palenque más famoso fue el de Esmeraldas, que acogió a esclavos que huyeron de Colombia. En los años 70, una de las luchas más importantes del agro fue la ocupación de una hacienda en Imbabura, que resultó en una represión policíaca masiva, la quema de las viviendas de los trabajadores agrícolas y el asesinato policial del dirigente negro Mardoqueo León. En 1995, el diputado negro y dirigente del PCMLE Jaime Hurtado fue asesinado junto con dos compañeros por sicarios en contubernio con la policía.

Objetos de una doble y hasta triple opresión, las mujeres indígenas han jugado un papel de vanguardia en las luchas campesinas desde tiempos de la colonia. Hoy, las mujeres tienen un papel económico mucho mayor que en el pasado reciente, debido en parte a la emigración de hasta 1,5 millones de ecuatorianos, en su gran mayoría hombres, en busca de trabajo en el exterior. Así el porcentaje de mujeres ecuatorianas económicamente activas fuera del hogar pasó del 17 por ciento en el 74 hasta el 43 por ciento dos décadas más tarde. Esto se refleja en la participación activa de indígenas en los levantamientos de la última década. Por otro lado, más del 50 por ciento de las indígenas siguen siendo analfabetas, y sufren también altos índices de mortalidad en el embarazo y parto. Se debe a la deficiente y hasta inexistente atención médica que reciben, y a las pésimas condiciones económicas en que viven. Los trotskistas luchamos por la plena participación de la mujer en el trabajo social, con salario igual por trabajo igual; por guarderías infantiles gratuitas, financiadas por las empresas y abiertas 24 horas al día; por un sistema de salud socializado, de alta calidad; por el derecho al aborto libre y gratuito; y por la socialización de las tareas domésticas en el marco de una economía planificada. ¡Por la liberación de la mujer mediante la revolución socialista!

Como muestran las recientes huelgas magisterial y petrolera, todos los trabajadores sufren de la represión, la explotación y la opresión del capitalismo. Las alzas en el precio de combustibles, agua, electricidad y medicinas golpean a todos. Los seudosocialistas y el movimiento indígena han arremetido en años recientes contra el “neoliberalismo” y la “globalización”. En realidad, el origen de la miseria, el desempleo y otros flagelos se encuentra en el capitalismo y el imperialismo: no resultan de una mera política sino de un sistema que hay que tumbar. Un partido obrero lucharía por un programa de empleos para todos, mediante la escala móvil de salarios y horas de trabajo. Frente a las estafas millonarias de los banqueros y politiqueros, exigiría la abolición del “secreto comercial” y por medio de la acción obrera abriría los libros de contabilidad de las empresas. En los puntos más altos de la lucha, impondría el control obrero de la producción mediante comités de fábrica. Será necesario formar comités de autodefensa obrera, campesina e indígena, desarrollándose en milicias de trabajadores, para proteger a las huelgas y las acciones campesinas contra los matones patronales. Todas estas medidas transitorias apuntan hacia la revolución obrera y una economía planificada, que por primera vez hará posible la liberación de los indígenas, los negros, las mujeres y todos los oprimidos.

Pero tal revolución no se puede limitar a los estrechos contornos de un pequeño país andino. Es imprescindible luchar sobre la base de un programa proletario internacionalista. Mientras los estalinistas “M-L” del Ecuador y del Perú apoyaron a sus propias burguesías en la interminable contienda fronteriza y la guerra del 95, hasta criticándolas de “vendepatrias” por sacrificar el sagrado territorio nacional, los trotskistas asumimos la posición bolchevique de derrotismo revolucionario en ambos bandos de esta guerra reaccionaria. Hoy día, cuando el imperialismo yanqui está incrementando su intervención en la región, dirigida principalmente al aplastamiento de las guerrillas colombianas, es urgente movilizar la fuerza de la clase obrera, los campesinos e indígenas para echar a los militares norteamericanos de la base aérea de Manta, y de todas las instalaciones militares del país. A despecho de sus declaraciones huecas de solidaridad y oposición a la presencia estadounidense en Manta, la presencia de los ministros de Pachakutik y del PCMLE-MPD en el gobierno ha avalado la intervención militar del imperialismo. Es de anotar también cómo estos partidos participaron en las protestas contra la invasión imperialista al Irak orientando las demandas a presionar a Gutiérrez en lugar de luchar directamente en contra de quien se declaró el “mejor aliado” del guerrerista Bush. El nacionalismo y el frentepopulismo van de la mano para engendrar la capitulación ante el imperialismo.

Los trabajadores e indígenas ecuatorianos están posicionados hoy como nunca antes para que su lucha tenga un impacto internacional. La emigración de más del 15 por ciento de la población total del país, a la vez refleja la dolorosa situación económica del país, donde la gran mayoría vive en la pobreza, y ha colocado a trabajadores ecuatorianos en el seno de las metrópolis europeas y norteamericanas. Más de 100.000 ecuatorianos viven sólo en la ciudad de Nueva York, trabajando en los “talleres de sudor” de la industria de la costura y en la construcción. Cientos de miles de ecuatorianos están radicados en España, donde han sido víctimas de la xenofobia y de atropellos del gobierno del ex franquista Aznar. Al luchar contra las persecuciones anti-inmigrantes, exigiendo plenos derechos de ciudadanía para todos los inmigrantes, y contra las guerras imperialistas, desde Irak hasta Colombia, los trabajadores ecuatorianos pueden tener un efecto que extiende mucho más allá de Sudamérica hasta los centros imperialistas. Pero para eso, el instrumento imprescindible es un partido leninista-trotskista de vanguardia, que infunda la conciencia revolucionaria en los trabajadores más avanzados, la juventud rebelde, las mujeres y los luchadores indígenas. Mediante su intervención en la lucha de clases y su trabajo de formación marxista de cuadros, este partido prepara las condiciones para verdaderos triunfos futuros de los trabajadores.

Con la dirección de un partido obrero revolucionario, uniendo los “ponchos rojos” al proletariado internacional, los trabajadores de este país indígena podrían desencadenar una revolución obrera con una fuerza superior a Cotopaxi y Chimborazo, que se sentirá hasta en Wall Street. ¡Por un gobierno obrero, campesino e indígena, en una federación andina de repúblicas obreras y los estados unidos socialistas de América Latina! ¡Por la lucha común con los trabajadores norteamericanos y europeos! ¡Abajo el nacionalismo burgués – viva el internacionalismo proletario revolucionario! ¡Luchemos por reforjar la IV Internacional de Trotsky!

Para contactar el Grupo Internacionalista y la Liga por la IV Internacional, escribe a: internationalistgroup@msn.com

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