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febrero de 2011  

Masivas revueltas contra dictadores árabes respaldados por EE.UU.



Durante horas se libró la batalla por el puente Kasr al-Nil en El Cairo el 28 de enero. Los manifestantes
se enfrentaron con miles de policías antimotines, resistiendo a los cañones de agua y nubes de gas
lacrimógeno. Al caer la noche, los manifestantes rompieron las líneas policíacas y tomaron el puente.
 (Foto: Peter Macdiarmid/Getty Images)

Un avejentado dictador es derribado en Túnez, otro se tambalea en Egipto: África del Norte y el Medio Oriente se convulsionan, el gobierno norteamericano está inquieto y los banqueros de Wall Street están nerviosos.  Los ojos del mundo se concentran en El Cairo, la capital egipcia, donde encarnizadas batallas se extienden por las plazas y por los puentes que atraviesan el Nilo. Mientras que las tropas estadounidenses siguen enfrascadas en la ocupación de Irak y empantanadas en una guerra que van perdiendo en Afganistán, de repente un nuevo espectro sacude el orden mundial imperialista: el de la revolución de los esclavos asalariados bajo el dominio de los modernos faraones. Sin embargo, aun cuando los sátrapas árabes del imperio estadounidense caigan, no habrá democracia para las masas de oprimidos y desposeídos sino hasta que se logre aplastar el yugo imperialista. La clave consiste en forjar una dirección revolucionaria capaz de movilizar a las masas trabajadoras en una lucha para derribar la dictadura del capital.

Durante casi un mes, jóvenes desempleados y trabajadores tunecinos montaron manifestaciones y huelgas en contra del terror policíaco. Entonces, el 14 de enero por la tarde, apenas unas horas después de que miles de manifestantes enfrentaron valerosamente las macanas y los gases lacrimógenos de la policía en las calles de Túnez, la ciudad capital, se disemino de celular en celular el mensaje de que el presidente Zine el-Abidine Ben Ali había huido a Arabia Saudita. Las pancartas de “Ben Ali dégage” (lárgate) se vieron remplazadas por una que proclamaba (en inglés) “Game Over” (se acabó la partida). Después de 27 días de protestas, se logró derribar al tirano que durante 23 años gobernó Túnez con puño de hierro. Más de 200 personas fueron asesinadas por el régimen, pero ya se había deshecho el conjuro paralizante del miedo a la represión. Corrió la noticia por todo el norte de África y por Medio Oriente a la velocidad del Internet: por primera vez en la historia de esta región gobernada por regímenes títeres de los imperialistas, un autócrata árabe había sido derribado mediante la movilización de la calle árabe. Presidentes, reyes, jeques y emires temen que la “fiebre tunecina” pueda extenderse. Millones de sus oprimidos súbditos abrigan la esperanza de que lo haga.

Poco después, inspirados por el ejemplo tunecino, jóvenes activistas egipcios convocaron una “jornada nacional de ira” para el 25 de enero. El objetivo era protestar en contra del régimen del presidente Hosni Mubarak, quien ha gobernado Egipto desde hace treinta años con el cobijo de una “ley de emergencia”. El “día de la revolución”, como muy pronto empezó a denominársele, reunió a decenas de miles de manifestantes en El Cairo, así como en las ciudades industriales de Suez y Mahalla, el puerto de Alejandría y en diversas ciudades en todo el país. El número de participantes excedió con mucho las expectativas incluso de los propios organizadores, con una combatividad sin precedente. Los manifestantes pelearon contra la policía antimotines, trepándose a los vehículos armados con cañones de agua, bloqueándoles las ventanillas y volteando el chorro de agua hacia arriba. Tres días más tarde, cientos de miles inundaron las calles, gritando consignas de “El pueblo quiere la caída del régimen” y “¡Derrocar a Mubarak!” Tras la batalla por el control del puente Kasr al-Nil que duró horas, los manifestantes finalmente lograron romper las líneas policíacas mientras caía la noche. Al poco tiempo, las vecinas oficinas del Partido Nacional Democrático ardían en llamas.

León Trotsky escribió en el prefacio a su magistral Historia de la Revolución Rusa que “El rasgo más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos…. [E]n los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención crean un punto de partida para el nuevo régimen.” Hoy, las masas tunecinas y egipcias han irrumpido en el escenario de la historia. Mientras escribimos, siguen firmes, al frustrar cada intento de los gobernantes para regresar a la “normalidad”. Ésta es la primera condición para la revolución, pero no la única. Si los trabajadores van a triunfar es algo que aún debe decidirse en la arena de la lucha de clases. Los imperialistas quieren arrebatarles la victoria con su retórica sobre la “democracia” y sus planes para una “transición ordenada”. Es preciso que nos movilicemos para exigir: ¡fuera el imperialismo norteamericano del Medio Oriente y África!

Los levantamientos de masas (intifadas) no se reducen a la lucha contra éste o aquél dictador. Son millones los que en la región están hartos de los omnipresentes estados policíacos  y de la miseria que han impuesto. Desde Argelia en el occidente, hasta Jordania en el oriente y Yemen en el sur, decenas de miles de manifestantes están literalmente desafiando la muerte a manos de los atrincherados regímenes, dando a muchos más el valor para seguir sus pasos. Los regímenes pro occidentales asentados sobre este bullente volcán escuchan los tremores, y sus patrones imperialistas están cada vez más preocupados –el presidente norteamericano Barack Obama en primerísimo lugar. Lo mismo que los gobernantes sionistas de Israel, quienes junto con Mubarak en Egipto han actuado como los gendarmes de Washington en Medio Oriente. Con una población de más de 80 millones de habitantes, Egipto es el país árabe más populoso e importante de la región, a la que el Pentágono y la Casa Blanca han declarado esencial para los “intereses norteamericanos”. Una revolución en Egipto podría sacudir el dominio mundial del imperialismo norteamericano.

El gobierno norteamericano en busca de un “Plan B”

Muchos son los tunecinos que orgullosamente hablan de “nuestra revolución” y prometen defenderla en contra de quienes quieren arrebatársela. Los medios occidentales se apresuraron para bautizarla como la “Revolución del Jazmín”, en referencia a la “Revolución del Cedro” que culminó en la instalación en Líbano de un primer ministro favorable a los EE.UU. (ahora derribado). Hacen comparaciones con las “revoluciones” de colores orquestadas por Estados Unidos (naranja en Ucrania, rosa en Georgia) en los países de la ex Unión Soviética. Al darles una especie de visto bueno, los imperialistas pretenden poner fin a la agitación. También en Egipto los manifestantes y los medios occidentales hablan de una revolución, aún cuando la policía ha golpeado sangrientamente a los manifestantes. Sin embargo, ni las etiquetas tranquilizadoras ni los gases lacrimógenos, los cañones de agua y las balas de goma han logrado detener a las masas que se levantan. Las esperanzas de la clase dominante en un rápido y superficial “cambio de régimen” se han estrellado en la determinación de decenas de miles de jóvenes trabajadores y desempleados que se rehúsan a dejar la lucha antes de que los viejos regímenes hayan visto su fin. Desde Túnez hasta El Cairo, los militantes han dicho: “estamos dispuestos a morir por la revolución”. Entonces, para los imperialistas es el momento para pasar al Plan B. Su problema es que no lo tienen, así que se han visto obligados a improvisar.

Su primer paso ha consistido en introducir a los militares bajo la guisa de salvadores en contra de la odiada policía. En Túnez, el general Rachid Ammar, jefe del ejército, se habría rehusado a cumplir la orden de Ben Ali de disparar en contra de los manifestantes, por lo que fue despedido. Al día siguiente, Ammar fue restituido y el presidente de Túnez junto con su avariciosa esposa se encontraba a bordo de un avión que los transportó a Jiddah, en Arabia Saudita, vertedero para dictadores desechados como Idi Amin de Uganda. Un importante periódico tunecino desplegó una fotografía del general Ammar en su primera plana, el ejército se interpuso entre los manifestantes y la policía que merodeaba por las calles, mientras los primeros ponían flores en los fusiles de los soldados. Sin embargo, a pesar de ostentarse como garante de la “revolución”, el general pidió a los manifestantes que dejaran en paz al “nuevo” gobierno del primer ministro Mohamed Ghannouchi (que fuera mano derecha de Ben Ali). Los manifestantes pasaron por alto su petición y acamparon en el centro de Túnez durante una semana, rodeados por los soldados. El 29 de enero la policía los expulsó.

También en Egipto, se movilizó al ejército después de que la Fuerza Central de Seguridad (FCS) fuera incapaz de controlar a la multitud de cien mil personas que se manifestaba en El Cairo el 28 de enero. A pesar de la orgía de violencia en que se solazaron los policías antimotines que disparaban una granada de gas lacrimógeno tras otra (todas con la etiqueta “made in U.S.A.”), éstos fueron arrollados por jóvenes que peleaban con nada más que sus manos y unas piedras. En otras ciudades, entre ellas Alejandría y Suez, la policía fue derrotada por manifestantes desarmados. A su llegada, tanques y los soldados recibieron en muchos casos (pero no en todos) una bienvenida. Pero aunque los manifestantes en la plaza Tahrir de El Cairo gritan “¡El pueblo y el ejército son una sola mano!” los militantes se preocupan ante la toma por parte del ejército de puntos clave de la capital egipcia. La policía no tardará en volver y todo mundo tiene presente que el ejército ha sido la columna vertebral del odiado régimen de “emergencia” encabezado por Mubarak durante los últimos 30 años.

Así que en Egipto el segundo paso en el plan para salvaguardar los intereses imperialistas y capitalistas está en marcha: encontrar un sustituto “confiable” de Mubarak  que parezca aceptable tanto para los manifestantes como para los imperialistas. En estos momentos (4 de febrero), el gobierno de Estados Unidos impulsa para este encargo a Oman Suleiman, quien como jefe de la inteligencia coordinó las “rendiciones” clandestinas de prisioneros para ser torturados en las mazmorras egipcias. Pero con 75 años y con cuatro infartos a cuestas, es posible que este Dick Cheney egipcio no pueda con la encomienda. Por su parte, la oposición burguesa en El Cairo se ha consolidado en torno a la figura de Mohammed ElBaradei, otrora jefe de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, quien regresó a Egipto el año pasado proponiéndose como candidato a la presidencia sobre la base de un programa de “elecciones libres” ... y punto. ElBaradei ha recibido la aprobación de la Hermandad Musulmana, formación que repugna a Mubarak y EE.UU., y el aval también de dirigentes juveniles del Movimiento 6 de Abril. Para ganarse “la confianza de la calle”, este ex burócrata de las Naciones Unidas tiene que aparentar cierta independencia con respecto a los EE.UU., de modo que ha criticado debidamente a Obama y a Hillary Clinton, la secretaria de estado, por aferrarse a Mubarak. No obstante, aunque el gobierno estadounidense vacile, dista de ser obvio que con Suleiman o ElBaradei como posibles testaferros, EE.UU. pueda lograr la “transición ordenada” que busca.

Los imperialistas, obsesionados con la visión de fichas de dominó que caen una tras otra, se han aplicado con tenacidad a reubicar sus esbirros para poner fin a los sueños de revolución, e incluso de democracia. Así el diario liberal egipcio Al-Masry Al-Youm (16 de enero) informaba sobre Túnez: “Ahmed al-Khadrawi, oficial de la guardia nacional tunecina, dijo que el jefe del estado mayor Rachid Ammar, quien fue removido hace cuatro días por Zine al-Abedine Ben Ali, ha recibido instrucciones de último minuto a través de la embajada norteamericana de hacerse cargo de los asuntos tunecinos si la situación se sale de control”. Esto es precisamente lo que hizo el general Ammar. En Egipto, la mayor parte de la alta y mediana oficialidad ha sido entrenada por militares estadounidenses. El jefe del estado mayor egipcio, el general Sami Hafez Enan y su delegación se encontraban en Washington cuando iniciaron las protestas. El vicepresidente del estado mayor conjunto de EE.UU., el general James Cartwright, “dijo que no podía descartar que se hubieran dado conversaciones ‘de pasillo’ acerca de las protestas entre los comandantes militares egipcios y estadounidenses” (New York Times, 29 de enero). Así, tras recibir debidamente sus órdenes, los oficiales egipcios volvieron a El Cairo para enfrentar las protestas.

Los oportunistas instigan la colaboración de clases al hablar de revolución

Izquierdistas en los países imperialistas se han manifestado en solidaridad con los levantamientos de Túnez y Egipto al criticar con razón al gobierno francés por haber apoyado hasta el último minuto a Ben Ali en el otrora “protectorado” francés y al pedir que el gobierno de EE.UU. termine con la ayuda financiera a Egipto que cada año asciende a unos 2 mil millones de dólares, principalmente en forma de equipo militar. Al mismo tiempo, muchos seudosocialistas aclamaron con ligereza la “Revolución Tunecina” como un hecho concluido, haciendo ahora lo mismo en Egipto. De esta manera hacen una equivalencia entre derrocar un dictador (que puede ser un primer paso) y derribar el sistema. Esto trae a la memoria los gritos de júbilo por una supuesta “Revolución Árabe” en los años 60 del siglo pasado, que no eran otra cosa sino declaraciones de apoyo político a los coroneles nacionalistas como Gamal Abdel Nasser en Egipto. Las pretensiones “socialistas” de Nasser no eran más que una hoja de parra para la acumulación de capital por medio del estado capitalista al servicio de una burguesía débil, y pronto fueron hechas de lado. El régimen de Mubarak, basado en el ejército, es en realidad el heredero del “capitalismo de estado” de Nasser. La bancarrota de los nacionalistas burgueses (y de sus partidarios izquierdistas), incapaces de resistir al imperialismo e incluso de mejorar mínimamente la situación de las masas agobiadas por la miseria, abrió la vía para que los fundamentalistas islámicos se ostenten como los defensores de los desposeídos.

Aplaudir acríticamente no sirve de nada a las masas árabes en su dura lucha en contra de los opresores apuntalados por los imperialistas, y de los gobernantes sustitutos que los imperialistas norteamericanos quieren imponer. Aunque comentaristas liberales y de izquierda fustigan la “hipocresía” de EE.UU. al “apoyar las aspiraciones legítimas” del pueblo egipcio mientas se aferran a su aliado Mubarak, los especialistas en manejo de crisis del Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA están preparando la opción de una operación “poder popular” como la que desplegaron en 1986, cuando Ronald Reagan finalmente se deshizo de su hombre fuerte en Filipinas, Ferdinand Marcos. En dicho caso, aunque la viuda Corazón Aquino pasó al primer plano como símbolo del desafío popular contra el odiado dictador títere de EE.UU., las riendas del poder pasaron al ministro de defensa de Marcos, Juan Ponce Enrile, y al general Fidel Ramos, que salvaron el gobierno capitalista y el dominio imperialista ante un potencial derrocamiento revolucionario. La izquierda filipina capituló ante Aquino, una política burguesa supuestamente “demócrata”, detrás de quien estaban los generales. En Túnez y Egipto hoy, se está preparando al ejército para jugar un papel semejante, mientras se determina cuál será la figura civil que le servirá de testaferro.

Aunque los medios describen el alud de oposición a Mubarak de gente “de todas las profesiones y condiciones sociales” –ricos y pobres, musulmanes y coptos, viejos y jóvenes, etc.– poderosas fuerzas ya están maniobrando para posicionarse. La idea de que el ejército es, o puede ser, “amigo del pueblo”, es una ilusión mortal que debe combatirse con uñas y dientes: será el ejército el que impondrá un nuevo régimen capitalista “democrático”. La Hermandad Musulmana aguarda el momento oportuno, buscando influencia organizativa en las movilizaciones mientras silencia sus propias consignas para evitar un enfrentamiento con los EE.UU. en estos momentos. Bien podría cooperar con el imperialismo para suprimir la izquierda, como hizo después de la Segunda Guerra Mundial, y hasta masacrarla como hizo el ayatola Jomeini en Irán en 1979, en todo caso la Hermandad es una ultra reaccionaria fuerza anticomunista. El gobierno de EE.UU. azuza el espectro del fundamentalismo islámico para justificar su “guerra global contra el terrorismo”, pero está perfectamente preparado para hacer componendas con los islamistas –baste considerar su larga alianza con la monarquía wahabita en Arabia Saudita–  para hacer avanzar la causa de la contrarrevolución.

De hecho, todas estas fuerzas burguesas –los militares, los islamistas, los conservadores y liberales tradicionales– mantendrían un dominio dictatorial sobre las masas egipcias. Para barrer de una vez por todas con estas dictaduras, se requiere de nada menos que una revolución que derribe al capitalismo, pues en los países semicoloniales no es posible más que un simulacro de “democracia”. Fingir que lo que ya se ha logrado en Túnez y Egipto equivale a una revolución es un timo de parte de los imperialistas, que usan semejante retórica para desmovilizar a las masas. El que los izquierdistas se sumen a un fraude tal, sólo muestra su inveterado seguidismo, su constante práctica de ponerse a la cola de cualquier cosa que sea popular. El dictador es despachado, o está en vías de serlo, pero la dictadura sigue. A final de cuentas, éstos regímenes se asientan sobre toda una estructura de dominio corporativista –que incluye los omnipresentes “partidos” de estado, la policía, la policía secreta, el ejército y los aparatos “sindicales”– todos los cuales se mantienen intactos. Los torturadores siguen en sus puestos, lo mismo que los miles de soplones policíacos, etc. Sin embargo, la profundidad de la opresión y la fuerza de la rabia contra décadas de dominación de estado policíaco son tales que las masas se han rehusado –hasta ahora– a regresar a casa a menos de que el régimen sea derrocado.

Esto ha generado una situación potencialmente revolucionaria en Túnez y Egipto, toda vez que los gobernantes ya no son capaces de gobernar como antes, y los gobernados se rehúsan a seguir “viviendo” del mismo modo. Los levantamientos podrían convertirse rápidamente en luchas insurreccionales. En Túnez, que se ha visto eclipsado en los encabezados por los acontecimientos de Egipto, miles se manifestaron en la capital el 27 de enero en contra del gobierno de “transición”, realizando huelgas generales en Sfax y otras ciudades del interior. Por ahora, quienes detentan el poder estatal, por muy débil que sea su control, juegan al desgaste de las masas en lucha. Les tomó por sorpresa la determinación de los jóvenes, pero históricamente, en ausencia de una dirección revolucionaria, dichas tácticas de dominio frecuentemente cumplen su cometido, puesto que las presiones de la vida diaria de de la privación económica van carcomiendo la voluntad de lucha. Mientras las dictaduras se desmoronan, las masas en lucha piden a gritos una dirección. El New York Times (30 de enero), que no suele informar sobre dicho sentimiento, citó a un “veterano disidente” jordano que dijo: “La gente quiere su libertad, la gente quiere su pan. La gente quiere impedir que estos asquerosos dictadores sigan saqueando sus países. Yo seguiría las directrices de cualquiera. Seguiría a Vladimir Lenin si viniera a dirigirme”.

Una dirección revolucionaria requiere de un programa revolucionario

El problema fundamental de la dirección se reduce a la cuestión del programa. Varios supuestos socialistas hablan de una “revolución democrática” que se extiende por la región para justificar sus alianzas de colaboración de clases con fuerzas burguesas “democráticas”. Otros izquierdistas se refieren a una “redistribución radical de la riqueza”. Sin embargo, ni la democracia ni la eliminación de la pobreza son posibles a menos de que se expropie a la clase dominante y se destruya el yugo del imperialismo. Hay en Túnez un extendido clamor a favor de una asamblea constituyente. En un país en el que el presidente ganó elecciones con el 99,27%, el 99,4% y el 94,5% de los “votos”, y dando una muestra de su liberalismo con el 89,6%, son apropiados los llamados a favor de una constituyente. ¿Pero quién ha de convocar dicha asamblea? El actual “gobierno de transición” no es más que el viejo régimen disfrazado. Para cualquier cosa que parezca democracia, es necesario primero derribar la dictadura. Por ello, los trotskistas llamamos por una asamblea constituyente revolucionaria, al mismo tiempo que luchamos por que la clase obrera tome el poder con el apoyo de los pobres de la ciudad y del campo.

En Egipto también, donde las demandas democrático-revolucionarias deben ser asimismo parte de un programa para la revolución obrera, la lucha contra el régimen basado en el ejército debe incluir la destrucción de las estructuras de control corporativista que encadenan a todos los sectores de la sociedad al estado. Así, la lucha por sindicatos independientes del control estatal resulta fundamental. (Puede variar la forma en que se lleve a cabo: en Egipto, los “sindicatos” oficiales no son más que agencias gubernamentales, en tanto que en Túnez había una oposición significativa en contra del gobierno de Ben Ali en ciertos sindicatos y federaciones regionales, que jugaron de hecho un papel dirigente en el levantamiento.) En un contexto económico-social en el que el masivo desempleo juvenil fue un detonante del levantamiento, los trabajadores deben exigir empleo para todos, repartiendo el trabajo disponible entre todos los que quieran trabajar, reduciendo drásticamente la jornada laboral sin reducción de salario. El hecho de que graduados universitarios se encuentren entre los más duramente golpeados por el desempleo, subraya la necesidad de implementar una economía socialista planificada.

Túnez bajo Ben Ali y Egipto bajo Mubarak han sido verdaderos estados policíacos. En vista de los ataques asesinos en contra de los manifestantes contrarios al régimen por parte de comandos policíacos y milicias partidarias, es urgentemente necesario formar grupos obreros de autodefensa armada. Los comités populares que surgieron en ambos países cuando la policía se ausentó, podrían ser un punto de partida para tales organismos de democracia proletaria en los barrios obreros. La lucha para abolir las fuerzas policíacas especiales constituirá otro frente fundamental en la lucha para desmantelar las dictaduras. Además, una genuina lucha por la democracia para los oprimidos debe incluir la formación de tribunales populares para juzgar a los criminales del régimen, desde quienes saquearon los fondos estatales hasta los torturadores y asesinos – y quienes dictaron sus órdenes. ¡Al diablo con las impotentes “comisiones de la verdad” al estilo sudafricano que dejan libres a los asesinos! Sin embargo, estas luchas en contra de los mecanismos y el legado del dominio de estado policíaco sólo pueden realizarse mediante la lucha revolucionaria contra el capitalismo.

Como enfatizaron Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto Comunista, toda verdadera lucha de clases es una lucha política. Es imprescindible luchar por la independencia revolucionaria de la clase obrera con respecto a la burguesía, oponiéndose a toda alianza política con los partidos y políticos capitalistas, no solamente con los fundamentalistas islámicos como los de la Hermandad Musulmana en Egipto o Ennahda en Túnez, sino también con liberales como ElBaradei. Al seguir los dogmas estalinistas del “frente popular” y la “revolución por etapas”, los reformistas partidos comunistas de ambos países buscan desesperadamente formar tales alianzas, incluso en el caso de Túnez, cuando no han logrado encontrar un socio burgués bien dispuesto. Estas alianzas de colaboración de clases sólo servirán para preservar el capitalismo semicolonial e impedir una auténtica revolución. Sobre todo, es necesario construir un partido comunista genuinamente bolchevique que dirija la lucha por la formación de un gobierno obrero y campesino basado en consejos obreros que, a partir de las tareas democráticas, proceda a la revolución socialista.

Esta lucha debe verse como una de carácter internacional, que debe extenderse a toda la región, lo mismo que a Europa. El nacionalismo, incluso en atuendos izquierdistas o incluso “socialistas”, ha sido la ruina de la lucha revolucionaria en Medio Oriente. La lucha contra las dictaduras de Egipto y Túnez debe incluir una lucha para derrotar la guerra y ocupación imperialistas de Irak y Afganistán – incluso mediante el cierre del Canal de Suez a los barcos de guerra y de pertrechos de los imperialistas. Toda revolución en Egipto debe también defender al pueblo palestino bajo la bota sionista, comenzando con el desmantelamiento del bloqueo egipcio-israelí de Gaza. Ya que tanto los nacionalistas palestinos de Fatah como los islamistas de Hamas han impedido manifestaciones de solidaridad con el levantamiento en Egipto, los revolucionarios proletarios deben luchar por un estado obrero palestino árabe-hebreo, que forme parte de una federación socialista del Medio Oriente. La lucha por una federación socialista del Magreb (el norte de África) puede extenderse a Argelia, donde jóvenes sin empleo se enfrentaron con la policía y el ejército el 7 y 8 de enero, y a Marruecos, donde la reivindicación por la independencia del pueblo saharaui será fundamental para derrocar la monarquía marroquí respaldada por EE.UU.

No se necesitaba una bola de cristal para ver aproximarse esta crisis. Egipto ha sido sacudido por combativas luchas obreras desde el 2007 en el centro de la industria textil en Mahalla al-Kubra y otras partes (ver “Egypt: Mubarak Regime Tottering,” en The Internationalist No. 31, verano de 2010). En Túnez hubo una sublevación de trabajadores sin empleo en la región minera de Gafsa en 2008, brutalmente aplastada por Ben Ali. Los levantamientos de Túnez y Egipto bien pueden haber comenzado el derribo revolucionario del viejo orden de regímenes profundamente corruptos respaldados por el imperialismo, pero sólo a condición de que las actuales intifadas se conviertan en una lucha para barrer con el capitalismo neocolonial por medio de la revolución obrera. Como señalamos en vísperas de la invasión estadounidense a Irak:

“Una revolución obrera exitosa en cualquier parte de esta región haría sonar el toque de la muerte para las monarquías tambaleantes como las de Arabia Saudita y Marruecos, los regímenes de estirpe militar (Irak, Siria, Turquía, Egipto, Libia, Argelia) y los emiratos petrolíferos protegidos por el imperialismo (Kuwait, Bahrein, Catar, Omán, etc.), mientras anticiparía la liberación los trabajadores iraníes que han padecido las dictaduras del shah y de los mulahs.”

–“EE.UU. prepara una nueva Masacre del Desierto, ¡Derrotar a los imperialistas! ¡Defender a Irak!” (octubre de 2002), reproducido en El Internacionalista No. 3, mayo de 2003

La clave es construir verdaderos partidos comunistas leninistas de la vanguardia proletaria, forjados sobre la base del programa trotskista de la revolución permanente.


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